Partiendo de una anécdota concerniente a Nietzsche,
centra sus casi dos horas y media de metraje en registrar la vida
diaria de un carretero y su hija, en una humilde morada en medio
de un paisaje hostil, remoto, perpetuamente castigado por un
viento feroz. Los ecos de un mundo en descomposición son audibles. Dos horas y media de metraje pintado al carbón, sólo 30 planos,
escasos diálogos. No hay nada menos abstracto que este filme. El cineasta despliega un portentoso expresionismo visual para
mostrarnos el fin del mundo (que transcurre en seis días, el mismo
tiempo en que Dios lo creó), que se desvanece en silencio, en calma, con lentitud, pero
imperturbable, imparablemente.
No hay reflexiones filosóficas o morales, no hay sentimientos, ni
belleza, ni dolor. Solo está la muerte misma.
the Turin Horse resulta una película severa, que aprieta y ahoga y
demanda al espectador tanto temple como sinceridad consigo mismo. Una de las películas más absolutas, demoledoras y radicales que se
han hecho nunca.